viernes, junio 04, 2004

Cuartos para gente sola (Extracto. Joaquin Mortiz 2004)

Alquilo un cuarto fuera del centro de la ciudad. vivo ahí desde hace apenas unos cuantos meses. Está lejos de los sitios que suelo frecuentar, pero lo prefiero a los hoteluchos ruidosos y malolientes que todavía abundan en los barrios viejos. Me angustian cuando no estoy de humor para pasar por alto su humedad continua y el aire que parece revivir a los casi fiambres que deambulan por pasillos, cuartos y calles. Es como si la condensación de lo rancio y la naftalina los oxigenara. No me es difícil cabiar de hospedaje. Sólo tengo una pequeña caja de libros que robé a mi padre: novelas que me habían gustado porque hablaban de mundos diferentes al mío, un maletín con ropa y un televisor de bulbos medio destartalado que conseguí a buen precio con el administrador del último hotel donde residí. Le funcionan sólo dos canales, no necesito más de lo mismo.

Cuando alguien se entrena piensa en ganar o perder, no en empatar. Sería como aceptar la anestesia que lo vuelve a uno insensible al dolor de la derrota. Es negarse a uno mismo, vivir resignado a lo que venga, sortear las olas cuando se sabe que no hay puerto a la vista. No puedo aceptarlo sino como una ofensa al valor del guerrero auténtico, el que sabe que con el triunfo el alma reposa tranquila. No importa que, como con esos dos boxeadores, la adrenalina haya sido inyectada al cuerpo sin avaricia y que ambos se hayan abrazado sonrientes, agradecidos con el público y los jueces. Habían eludido la vergüenza, aunque en el fondo sepan que un empate es igual a nada.

Peleas de perros. Pensé que jamás volvería a involucrarme en ellas. Mi confianza creció en forma desmedida ayudada por los recuerdos reavivados. Saqué apresuradamente el dinero, pagué y me metí soportando apenas las revisión rutinaria. Me quitaron la botella y mi cinturón, pasaron por alto los cigarros. Algo más me fue avisado pero no entendí. Entré vacilante, sin saber qué rumbo tomar pues aún no definía dónde se colocaban los apostadores y dónde el público. De lo más profundo del terreno llegaba un fuerte olor a podrido.

Sentí que alguien me acercaba el costal con la malla, pero no hice caso. El animal me veía curioso y aguzaba el olfato para reconocerme. A cierta distancia me detuve sin perder de vista que su dueño lo agarraba firmemente con la cadena. Cauteloso, alcé mi mano y la fui acercando al hocico del perro ofreciéndole el dorso en lo que me hincaba despacio hasta dejar mis rodillas bien plantadas en la tierra. Quise poner mi mano sobre su cabeza pero el apostador jaló de la cadena. El animal se alteró y comenzó a ladrar y a moverse ansioso por soltarse. Reculó mostrándome los colmillos. Yo me quedé inmóvil con la vista fija en esos ojos chispeantes.
–Si vas a pelear de una vez prepárate. No puedes tocar al animal antes de la lucha.

Me gustan las serpientes porque se parecen a las mujeres. Son vigilantes, esquivas, sedentarias. Muchas veces mortíferas. Reposan largos períodos mientras recuperan fuerzas y luego salen de su nido en busca de una presa a la que asedian sin descanso, tenazmente hasta verla desprotegida. Rara vez van tras ella, pues las dos saben que su campo de acción es afín. Las víboras descubren sus intenciones a través de movimientos sensuales o se muestran indiferentes a todo aquello que no les interese. Parecen estar dispuestas en todo momento al peligro aunque en realidad lo que hacen es disfrutar la angustia de los otros. Es entonces que enrollan a su presa o inyectan su veneno. Su naturaleza astuta las hace parecer necesitadas de nuestra protección, aunque son más fuertes que uno. Quizás sea porque cambian de piel.

Evitar la dispersión o perderme en la embriaguez del coraje y el desconcierto. Nadie, absolutamente nadie debía ser capaz de hacerme salir de mí mismo, de mi mejor momento como guerrero ansioso de combate. Era mi propio estratega, legionario y comandante de un regimiento armado por mi angustia inaplacable y la necesidad apremiante de descargar mi ira a como diera lugar.





Me ves y sufres (Nitro/Press 2003)
Bonne anné monsieur Servín


Aprovecho mis frecuentes desvelos para quedarme largo rato mirando desde la ventana la calle silenciada por el frío y el hálito arenoso del alumbrado público. El paso de trasnochados es algo insólito y el hermetismo me permite volar a cualquier sitio lejos del barrio donde alterno mi estancia cuando estoy en París. Pueden pasar días sin que vea una mujer hermosa subiendo la rue Le Dantec. Nace en el bulevar Blanqui y forma una extraña curva ascendente antes de llegar a la esquina donde termina, como si quisiera evitar que nadie se acerque a mi ventana de planta baja, casi al final de la calle. La ventana da al fondo de un patio donde al pie de la entrada al conjunto florece en abril un cerezo japonés. Tiene la misma edad de mi esposa y durante años ha sido un falso emisario de tiempos mejores. Sus flores rosadas y blancas duran tan poco como las buenas intenciones hogareñas de arrumbar en los armarios abrigos e impermeables para que recibamos orondos la primavera. A las pocas semanas las flores marchitas alfombran el patio y un follaje verde y ralo me deja el paso libre para mirar más allá de la reja. Lo común es descubrir por la mañana al conserje español que lleva treinta inviernos alineando frente a las entradas del conjunto de edificios los depósitos de basura que poco después serán vaciados por el camión recolector. Los contenedores son verdes, de plástico ligero y resistente. Como muchos otros objetos de uso diario en esta ciudad están bien diseñados, son fácilmente reemplazables y gratos a la vista. Me gusta acomedirme a tirar nuestra basura para echar un vistazo a la de los vecinos. He encontrado revistas y enseres domésticos que serían el regocijo de cualquier ropavejero y del 80 por ciento de las familias de México. Así encontré el monitor de Macintosh, de los primeros, coleccionable a mi parecer, y que como ya he dicho, terminó adornando una esquina de la recámara donde paso la mayor parte de mi tiempo. Más tarde, mientras la mujer del conserje pasea un perro faldero que le regalaron sus hijos la Navidad pasada, aquél volverá a subir la calle con el correo para retacarlo en los apartados postales de los siete edificios. Le lleva toda la mañana. Difícilmente cruza palabra con las africanas encargadas de la limpieza. Ellas tampoco hablan con nadie, a veces dejan escapar una tímida sonrisa cuando inevitablemente cruzan su mirada con la de algún inquilino. Mi suegra dice que hay una de ellas a la que nunca ha escuchado hablar en los quince años que lleva de frotar andadores, escaleras y zaguanes. Es negra, orgullosa y robusta, y según mi suegra y algunas vecinas del mismo edificio, fea. A mí me recuerda a las fritangueras mexicanas. Está sindicalizada y comparte de buen modo sus tareas con otra mujer de piel olivo y cabellera teñida de rubio, al parecer más joven, que masca todo el tiempo chicle, descubriendo las incrustaciones de oro de su enorme dentadura. Cuando las dos hablan en su lengua, la teñida agita sus pulseras de oro remarcando una frase sin importarle que mientras tanto la negra frote vidrios y herrería de latón como si quisiera borrar para siempre su reflejo. He sorprendido a la teñida hablando sola, como mucha gente en París. Algo me hace pensar que prepara una discusión con su marido, quien viene a recogerla todas las tardes. Mi madre solía hacer lo mismo sin darse cuenta que yo estaba por ahí. Siempre tenía reproches que hacerle a su viejo, convertidos en elogios en cuanto él llegaba y ambos se abrazaban contentos de terminar el día rodeados de su prole.
Llegué a Nueva York con cierta idea de lo que representaba convertirme en bracero. Me emocionaba la aventura porque no me era ajeno el trabajo pesado. Durante años había trabajado en oficinas, bodegas y cocinas sin contar multitud de chambas pagadas a destajo. Me creía con los arreos para una mejor suerte que esa masa remojada en discursos, paternalismo y visiones derrotistas. Confiaba en mi capacidad de adaptación y equipaje literario, por decirlo de algún modo. Me había curtido a fuerza de no creer en el futuro. Fui entrenado para aguantar y pedir más. ¿Será esta capacidad de adaptación, este mimetismo lo que vuelve contemporáneos a los mexicanos en un mundo de exquisiteces y aberraciones? ¿Lo que nos hace levantarnos de un temblor tras otro y aceptar los desastres como premonición de otros de incalculable intensidad? Titulados, artesanos, comerciantes, obreros calificados, campesinos, técnicos y simples aspirantes a no morirse de hambre. He tenido tantos trabajos que apenas y los recuerdo todos: vendedor de zapatos y ropa, mensajero, cobrador, ensamblador, cobrador de microbús, niñero, redactor, criado, cocinero, cargador, editor, carnicero, jornalero de un campo de golf, repartidor de gasolina, ayudante de biblioteca, lector de galeras, encuestador, ¡maestro de inglés! ¿Qué, muy cabrón? No importa si maquilas o comprendes una lectura universitaria. Licenciados de lo que sea: si no están en contubernio con algo más que su suerte, ¡háganme el favor de meterse sus habilidades por el culo! ¿Cuánto te gusta para empezar? ¿Cinco mil pesos mensuales? Alrededor de quinientos dólares. Lo que gana cualquier bracero en una semana de trabajo a destajo más allá de la frontera económica. Perrear la lana nos vuelve versátiles. Para el nómada, la vida se desvanece en cada paso y renace otra.
Mi enojo se aplaca hasta finales de julio. Lo usual desde que soy huésped por tiempo incierto de la solemne rue Le Dantec, cercana a la Butte Aux Caille, pequeño corredor con aires de arrabal porteño repleto de bares y restaurantes. Sin duda, el “13” como lo conocen los parisinos, es uno de los distritos más odiosos que conozco. Es tan aburrido como los viejos que vagan en los comercios del rumbo. Se les ve por todas partes acompañados de perros falderos y carritos para compras de donde sobresalen las baguettes que se aguadan cuando llueve sin que a los viejos les preocupe. Obstruyen calles y andadores y forman filas enormes para pagar con morralla cualquier bagatela mientras miran alrededor descorteses, bravuconeando a quien ose condenar aunque sea con la mirada o un gesto, el tiempo que derrochan llamando a jalones de correa la atención de sus falderos. Los perros son un buen parámetro de la civilidad parisina, sin importar el linaje, parecen educados por un mismo amo, indulgente y benigno que sólo pide a cambio respetar la pérdida de identidad de aquel que los humaniza. Es raro escuchar la sirena de alguna ambulancia o toparse con un cortejo fúnebre, como si los parisinos solamente murieran de madrugada y a escondidas. Por las tardes, los gritos de los muchachos regresando de la escuela se apagan de inmediato en cuanto se cruzan con alguno de los viejos en labor de prefecto. Me gustaría identificarme con su dolor. Busco en sus rostros marchitos secuelas de la guerra, del hambre y del frío. Pongo atención en las placas a los caídos en la guerra. Pero los muros de los edificios que homenajean a sus muertos lucen impecables e inaccesibles en rentas. Por todas partes se nota una comodidad indigesta e invariable, de gente que ha perdido el valor de la lucha y bajado los brazos siempre tensos por el peso de esa seguridad social que llena sus bolsas de víveres y les da para mascotas. En las calles sobran objetos que, útiles aún, esperan la fecha de caducidad prometida por la garantía. Pocas probabilidades tienen de no terminar triturados por los camiones de limpieza, implacables con todo lo que parezca abandonado. Sobre todo en un domingo de Navidad, en que a decir de los noticieros, varios sectores de París tanto como sus bosques, lucen tan devastados como la confianza en el porvenir.
El ayuntamiento había decidido que el servicio de metro sería gratuito a partir de las cinco de la tarde. El andén en Charonne semejaba una escapada de refugiados. No tuvimos que esperar mucho. El tren llegó y los vagones repletos expulsaban gritos de júbilo y chillidos de trompetas de cartón. Nadie bajó. Empujamos para entrar. Cada parada significaba un retraso de por lo menos diez minutos. Cientos de ansiosos festejantes luchaban por un hueco en los vagones, convertidos en antesalas de una muerte por asfixia, claustrofobia o congestión alcohólica. Sus ojos parecían tapones de corcho y champaña a punto de estallar por los gritos y empellones cada vez que alguien intentaba acomodar alguna parte de su cuerpo aplastado por toneladas de carne forrada en abrigos de invierno. Un miedo animal se apoderó de mí. Pese a las recomendaciones en los altavoces para mantener la calma, la turba no cesaba de empujar y mi espacio vital se redujo al centímetro entre mi nariz y una gigantesca espalda de cuero negro que me apretaba contra la puerta que daba al túnel. Alguien cruzó las vías justo antes de que el convoy reiniciara su viaje. Sonó la alarma. Luego del frenazo, como pude extendí una mano para alcanzar la nuca de Ingrid y llamar su atención. Pat bromeaba con desconocidos y organizaba BUUUUS contra el gobierno y el operador del metro. Maurice resistía la presión doble de dos bellas mujeres que se hablaban entre sí por encima de la cabeza de éste. De pronto dejaron de hablar para comunicarse a través de miradas antes de estallar en carcajadas histéricas que ponían más nervioso a Maurice. La mujer a sus espaldas se agachó para acercar los labios a la oreja de él, como si no se diera de cuenta de lo que hacía y sopló suavemente. La otra chica se frotaba contra él, que parecía a punto de soltar el llanto. Frederique y Sean miraban al techo, resignados a un desmayo inminente mientras Sean se daba sus mañas para tomar fotos por encima de las cabezas. Pat había arrebatado a alguien un sombrero con motas de leopardo y lo vestía animado por los gritos apoyando sus BUUUUS que le deformaban el rostro. Los altavoces seguían rogando evitar los empujones y la obstrucción de puertas. SIL VU PLÉ, SIL VU PLÉ. Más BUUUS. Hay que salir, grité a Ingrid, que sonreía divertida pese a que cualquiera la rebasaba en estatura. Como si en realidad quisiera esconderse para hacer una broma pesada a los borrachos que nos aplastaban. ¡Sí, amigo, viva, viva!, gritó alguien en español al reconocer mis palabras. Preguntaba eufórico mi nacionalidad. Mexicano, gritó Ingrid y alcancé a ver como Sean me hacía un gesto de falsa condolencia tras su risa por verme atrapado en una tanda de hurras, palmadas en el hombro y gritos chapurrados: ¡Tequila, Acapulco, Zapata! que levantaron más hurras y brindis a pico de botella de vino y champaña al tiempo. Comencé a empujar hacia la salida y alcancé a jalar a Ingrid del pelo. Frederique y Sean se liberaron poco después, suplicaban, insultaban, se arreglaban las ropas y el pelo mientras ganaban el andén. Juntos tuvimos la suficiente fuerza para oponernos a la turba de ebrios eufóricos. Jadeantes, empezamos a reír mientras recuperábamos el aliento. El zumbido que anunciaba la partida del metro nos dio unas fracciones de segundo para buscar a Pat y a Maurice. Están adentro, están adentro, gritó Sean como quien descubre a alguien atrapado en un incendio. Gritamos y empujamos hasta que ambos nos vieron, alguien jaló la palanca de emergencia, sonó la alarma y dio tiempo a que Pat saliera escupiendo maldiciones y jalando por un brazo a Maurice que, tambaleante, se acomodaba una erección mientras buscaba con la mirada a las dos chicas. Increíblemente Pat seguía con el gorro en la cabeza. Del vagón brotaron más BUUUUS reprochando la deserción del animador de las porras. ¡México, México, adiós amigo! Las mujeres que rodeaban a Maurice, le decían adiós a señas y él correspondía con tímidos besos lanzados al aire con la mano. Nos miramos perplejos y sofocados, asegurándonos de que todos estábamos bien. El metro partió de République dejando en el andén un regimiento de frustrados y necios en tomar la siguiente corrida a Charles de Gaulle Etoile y la torre Eiffel, puntos clave en los festejos. Eran las once y media.

PERIODISMO CHARTER (extracto, Nitro/Press 2002)
Prótesis

Me veo a mí mismo hace veinte años. Vivo en un cuarto de alquiler. Prefiero entenderme con novelas de aventuras que con la lóbrega monotonía del barrio y su música vernácula: el muzak de la violenta desesperación de la ciudad.
Aporreando el teclado de una máquina de escribir me evado del amenazante futuro de México.

Mi mujer y yo nos miramos reanimados por esos momentos de delirio en una situación que habíamos anticipado deprimente y engorrosa. Era nuestra tercera visita en un mes a diferentes oficinas de trabajo social y apoyo al empleo. No nos habíamos dignando a dirigirnos la palabra y actuábamos como si viniéramos cada uno por su lado. Antes de que empezara la reunión (la primera grupal a la que asistíamos), miraba orgulloso a quienes iban ocupando las modernas sillas de diseño. Resulta difícil mirar al espejo cuando uno no las trae todas consigo. A partir de que el irascible beneficiario del RMI (seguro de desempleo) fue ganando confianza para despotricar contra la benevolencia gubernamental hasta llegar a ese Gran Final mandándolos a la chingada, mi ánimo se levantó al sentirme acompañado de sentimientos que minutos antes parecían abandonarme con mis reproches y maldiciones. Eramos una mayoría incontenible. La paranoia del norafricano me pareció oportuna y ahora intercambiábamos gestos socarrones cuando alguien en el lado izquierdo de la mesa, inocentemente preguntaba por alguno de los servicios o ventajas ofrecidas a los más o menos 2 millones 116 700 en todo el país que no éramos “autónomos económicamente”. El giro de insolencia que tomó la reunión fortalecía al menos momentáneamente la dignidad amenazada por el pandemonio burocrático, que si bien ofrecía individualmente un promedio de 2,500 francos mensuales como mínimo dependiendo de la situación personal, no hacía mucho por facilitar la salida de protocolos y paliativos que abarcan desde orientación para el servicio de duchas y piscinas públicas, de apoyo siquiátrico, programas de capacitación y cursos de tenis; asesoramiento para elaborar CVs “efectivos” y cartas de motivación rechazadas por empleadores de lavaplatos, almacenistas, criados, acompañantes de viejos y enfermos, macheteros, afanadores, conserjes, etc. Los trabajadores sociales, casi todos mujeres, tenían una resistencia granítica a nuestras angustias y neurosis, sus chambonadas repelían buena parte de esa descarga de malos humores con indolencia y sobadas respuestas idénticas para las diferentes situaciones. La ósmosis entre los funcionarios y los condenados a la filantropía oficial armonizaba con la apariencia física de ambas partes incluidos los contrahechos y los chiflados, etiquetados dentro de la corrección política como handicapés. Los funcionarios parecían ocultar tras su pachorra una perversidad conductista para mediar con marginales, muchos de ellos irredimibles, en una sociedad donde la franja entre viejos y niños tenía de relleno una mentalidad cartesiana y cortesana del ÉXITO.

El olor a alcohol, cigarrillo y sudor reproducía la atmósfera de bares y cafés donde se apuesta a los caballos y a la lotería mientras se acompaña de huevos duros la cerveza que se entibia en la barra. En eso se nos iba a muchos el RMI. La ranciedad condensaba el peso muerto de un futuro sombrío sin que hicieran falta atentados terroristas o guerras bacteriológicas.

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